Este es el típico ejercicio de escoger unas palabras al azar e intentar escribir un relato con ellas.
Aunque no lo parezca las palabras eran:
estalactita, mosca, alcachofa, recámara y cántabro.
Era demasiado pequeño para su edad pero en sus brazos
cansados parecía pesar cada vez más. Los baches del camino hacían que el
pequeño cuerpo se moviese como si fuera de trapo.
Todo el clan estaba pendiente de ella y de su pequeño
enfermo. Sentía sus corazones junto con el suyo. No los iban a dejar atrás en
su camino a las tierras del valle, pero día a día veía como su pequeña luz se
iba apagando sin poder hacer nada.
Una idea había estado formándose en su cabeza y ahora,
mientras apartaba las moscas que se arremolinaban alrededor de sus diminutos ojos,
sorbiendo su espíritu vital, supo que había tomado una decisión.
El Hechicero habitaba en las montañas del norte. Era un
camino desconocido a pesar de no estar lejos. La infinidad de espantosas
historias contadas en todos los clanes vecinos hacía que nadie se atreviese a
rondar por la zona. El Hechicero, se decía, era temido por los espíritus. Y se
hablaba de gente enferma que había sanado pero también de gente sana que había
muerto.
Caminó sin descanso hasta que terminó el territorio del
dientes de sable y siguió, cuesta arriba, hasta que las sombras de sus
antepasados quedaron atrás. Abajo. Invisibles.
Fue fácil encontrar la cueva. El espíritu del mago era
fuerte, no permitía morar a ningún otro cerca y un gran anillo de tierra
muerta, que se veía desde mucha distancia, marcaba su guarida. Entró en la
cueva, despacio. Un aroma que jamás había olido antes se metió a través de sus
fosas nasales, inundando todo su cerebro. Era desagradable y mareante.
Estaba oscuro y su corazón latía con tanta fuerza que no reparó
en el gigante lobo marrón que se encaró a ella, furioso, reclamando su
territorio. Al instante, en la noche de la cueva salió el sol, brillante y
blanco. Y apareció el Hechicero. Y era todo tan sobrenatural que se quedó allí,
mirándolo, paralizada. Agarrando tan fuerte a su bebé que se le durmieron los
brazos.
-.-.-.-.-.-.-.-.-
Bobby estaba ladrando como loco. Sin duda algo pasaba en la
cueva. Marcó con su huella dactilar en el panel principal la incidencia “salida
de la nave por posible intruso”. Era una salida rutinaria, sería una rata o
como quiera que se llamasen “ahora” esos bichos, pero cogió un arma como
prevención.
Pero no era una rata. Allí abajo se encontró a un ser
envuelto en sucias y harapientas pieles, que sujetaba fuertemente un pequeño
bulto. Parecía una mujer. Temblaba, visiblemente asustada.
Se acercó con precaución hasta que estuvo lo bastante cerca
de ella para ver el extraño rostro de cejas prominentes. El pequeño bulto era
un niño. Tenía los ojos cerrados y un color enfermizo. Acercó la mano con
movimientos deliberadamente exagerados y tocó al niño; tenía fiebre.
-Doctor Jhonson, no podemos seguir haciendo esto-. La voz de
Phil sonaba alterada, detrás de él. -No debemos intervenir, es muy peligroso
cambiar cosas-.
-Basta ya Phil- interrumpió el doctor severamente. –Ya hemos
hablado de esto demasiadas veces. Los neanderthales se extinguirán igualmente,
no vamos a cambiar nada. Soy médico y mi deber es curar. Vamos, ayúdame –
exigió el doctor mientras agarraba suavemente a la mujer del brazo para
conducirla al interior de la nave.