Sólo frente a los folios en blanco, los nervios iban agarrándole el estómago, cada vez más profundamente, como los micelios de un hongo, extendiendo su red poco a poco, llegando incluso a alcanzar su cerebro; paralizándolo.
Era una sensación muy extraña.
Había un historia atrapada en su interior. Casi podía visualizar las palabras que formaban su alma, pero no recordaba su nombre ni su aroma. Algo no la dejaba salir, y si no hacía nada por evitarlo acabaría desvaneciéndose. Como un espíritu exorcizado.
Derrotado, se fue a dormir. En ese trance del duermevela, en el silencio arenoso de la oscuridad, el espíritu encerrado lo llamó. Y alguna chispa se encendió en su interior, haciendo que las ideas brotaran libres, y las palabras comenzaran a salir, ordenadas y con sentido.
Leyó el texto escrito, como si fuese de un extraño. Y una lágrima se deslizó por su rostro. ¡El espíritu dormido era tan hermoso¡