Con los ojos todavía cerrados escuchó las dulces notas musicales que cosquilleaban su piel. Era una melodía que conocía y por eso no quería abrirlos. Apretó con fuerrza los párpados, hasta que le comenzaron a doler, pero como otras veces, algo lo obligó a abrirlos finalmente.
Lo que vio lo dejó horrorizado, igual que si lo viera por primera vez. Era un violín color caoba, brillante bajo una luz inexistente. Y una mano. Esa mano. Hinchada, casi verde, casi humana, que presionaba con sus dedos engarfiados la limpias cuerdas del instrumento.
Supo inmediatamente que era la mano de la muerte.
Y sintió nauseas.
Y sintió sorpresa primero y terror después, cuando descubrió, otra vez, que la imagen que estaba mirando era un espejo.
Despertó con la boca seca y el corazón desbocado. No porque creyera que los sueños se hacen realidad sino porque la realidad se había transformado en pesadilla.