Dice el refrán que en febrero busca la sombra el perro. No sé quién escribiría esto. Un español no. Seguro. Quizás un australiano, que según había escuchado, las cosas allí van al revés; el clima, el agua de las cisternas e incluso las direcciones.
Si su padre viviera y la escuchara decir esto le hubiese pegado un bofetón. O dos. O tres. Y su madre observaría con su sonrisa maléfica mientras la insultaba.
Por muchos años que pasaran no lograba deshacerse de ese lastre y un pozo de odio iba creciendo día a día en sus entrañas.
Como en ese mismo gélido día de febrero, cuando se cruzó con su madre en la sucia y estrecha acera. Es verdad que no tenía su rostro ni su voz. Pero era ella. Lo sabía.
Se reía.
Y casi podía escuchar sus pensamientos. La llamaba fracasada, por su aspecto sucio y desaliñado, por su olor a sudor, a vino y a calle.
Pero esta vez se vengó de ella. Por todo lo que le hizo pasar cuando era niña y por todo lo que le estaba haciendo pasar aún después de estar muerta. La insultó, la zarandeó, la escupió, hasta que salió corriendo de allí. Como la cobarde que era.
Pero su odió no se aplacó. Sabía que ella volvería una y otra vez. La perseguiría desde el infierno.
Siguió su camino, con su gorro rojo y blanco, con la boca eternamente seca y el alma temblorosa.