Era una roca dura, negra y áspera. Con infinitos recovecos oscuros y sucios, donde se escondían viejos fantasmas, dispuestos a atacar al menor indicio de debilidad. El océano, impartidor de la justicia eterna, chocaba contra el tenebroso alcantilado, con eterno coraje. Pero, en vez de debilitarla, la vieja escarpa se iba quedando, a cada envite de las olas, un pellizco de su alma.