El Espíritu-Dios era fuerte, temible, poderoso. Pero se mostraba ahora dócil para él, Ashram, jefe de la tribu de los Hombres, el que había visto más de 400 lunas, el temido por su fuerza y respetado por su inteligencia.
A pesar de que el paso del tiempo lo había convertido en un anciano al que le dolían los huesos y le faltaban casi todos los dientes, el Gran Espíritu lo había elegido a él, dándole un nuevo motivo de respeto a la vista de los demás.
A pesar de que el paso del tiempo lo había convertido en un anciano al que le dolían los huesos y le faltaban casi todos los dientes, el Gran Espíritu lo había elegido a él, dándole un nuevo motivo de respeto a la vista de los demás.
Ashram había aprendido a alimentar al Dios cuando éste se encontraba débil y hambriento, y sabía calmarlo cuando su esencia salvaje despertaba. Lo cuidaba, hablaba con él. Pero el anciano sabía que esto no sería suficiente para aplacar la sed del Gran Espíritu de luz. No dudaba de que llegaría el día en que reclamaría su pago. Y sería un alto precio.
El anciano colocó al Espíritu dormido en una cama de virutas de madera y sopló suavemente para llamarlo a la vida.
Y despertó.
Con su sonido crepitante.
Lo siguió alimentando con ramitas secas, que devoró con brazos inflamados de luz naranja.
Y despertó.
Con su sonido crepitante.
Lo siguió alimentando con ramitas secas, que devoró con brazos inflamados de luz naranja.
La presencia del Dios se hizo patente. De repente. Y calentó el aire de la oscura cueva, formando pequeños remolinos de aire. Y todo se impregnó de su olor. Ese olor a muerte que erizaba el cabello.
El Gran Jefe lo observó, como siempre, a cierta distancia, conocedor de sus dolorosos mordiscos, con ojos desorbitados por el terror y, al mismo tiempo, atraído por su luz cegadora.
Y el Espíritu habló, en su idioma indescifrable, saltando por encima de las ramas.
El anciano sólo entendió una cosa: "algún día me cobraré mi recompensa. Y será en sangre".