Llovía.
Sin piedad de ovejas mansas.
Sin consuelo de amigos desconocidos.
Y bajo el cielo negro no eran los golpes lo que le importaban, ni las noches sin dormir, sino la fría soledad de la lucha.
La traición calaba en sus huesos hasta dejarlo anestesiado al dolor, propio y ajeno.
Se sentó sobre el barro a descansar, mientras con una mano que no era suya sujetaba con fuerza su corazón hasta aplastarlo.
Su mente, que ya no le pertenecía, no iba a permitir perder esa batalla no buscada.