El viento formaba gigantescos fantasmas que rugían con sonidos de nieve.
La pequeña carreta era una mota sobre el blanco desierto helado, que avanzaba penosamente tirada por un cansado burrito gris. Sobre ella cuatro rostros silenciosos, padre, madre y dos hijos, huyendo de la misería que les perseguía. Pero ella era más rápida que la destartalada carreta y agarró con fuerza al más pequeño de los dos hermanos. Se introdujo por los agujeros de sus zapatos, por su camisa sin mangas y por sus grandes ojos desnutridos.
Cuando llegaron, el pequeño ya dormía para nunca despertar.
Y su madre lloró. Como lloran las almas derrotadas; con la cara seca de lágrimas congeladas antes de nacer.