En la noche azulada la luna naranja asomaba por el horizonte, sobre el mar en calma. Con un suave rumor las olas lamían la altas rocas que asomaban como dos brazos a ambos lados de la playa.
Sentado, con las manos apoyadas sobre la todavía cálida arena, observaba absorto las estrellas. Cada una de ellas un sol diferente con sus propios planetas girando en torno a él.
Trataba de imaginarlo una y otra vez, pero aquella vasta inmensidad no cabía en su pequeña cabeza.
¿Cómo podía ser que en tantos millones de mundos hubiese vida en uno sólo? No. Eso no era posible. Pero él nunca conocería la verdad.
La brisa estival acariciaba su rostro, llevandole el perfume del mar. Con los ojos cerrados se dejó llevar por su ensoñación.
Ella lo devolvió a la realidad.
—¿En qué piensas?
—En nada. En lo bonitas que son las estrellas.