jueves, 31 de mayo de 2012

El Hechicero


Este es el típico ejercicio de escoger unas palabras al azar e intentar escribir un relato con ellas.
Aunque no lo parezca las palabras eran:
estalactita, mosca, alcachofa, recámara y cántabro.



Era demasiado pequeño para su edad pero en sus brazos cansados parecía pesar cada vez más. Los baches del camino hacían que el pequeño cuerpo se moviese como si fuera de trapo.
Todo el clan estaba pendiente de ella y de su pequeño enfermo. Sentía sus corazones junto con el suyo. No los iban a dejar atrás en su camino a las tierras del valle, pero día a día veía como su pequeña luz se iba apagando sin poder hacer nada.
Una idea había estado formándose en su cabeza y ahora, mientras apartaba las moscas que se arremolinaban alrededor de sus diminutos ojos, sorbiendo su espíritu vital, supo que había tomado una decisión.
El Hechicero habitaba en las montañas del norte. Era un camino desconocido a pesar de no estar lejos. La infinidad de espantosas historias contadas en todos los clanes vecinos hacía que nadie se atreviese a rondar por la zona. El Hechicero, se decía, era temido por los espíritus. Y se hablaba de gente enferma que había sanado pero también de gente sana que había muerto.
Caminó sin descanso hasta que terminó el territorio del dientes de sable y siguió, cuesta arriba, hasta que las sombras de sus antepasados quedaron atrás. Abajo. Invisibles.
Fue fácil encontrar la cueva. El espíritu del mago era fuerte, no permitía morar a ningún otro cerca y un gran anillo de tierra muerta, que se veía desde mucha distancia, marcaba su guarida. Entró en la cueva, despacio. Un aroma que jamás había olido antes se metió a través de sus fosas nasales, inundando todo su cerebro. Era desagradable y mareante.
Estaba oscuro y su corazón latía con tanta fuerza que no reparó en el gigante lobo marrón que se encaró a ella, furioso, reclamando su territorio. Al instante, en la noche de la cueva salió el sol, brillante y blanco. Y apareció el Hechicero. Y era todo tan sobrenatural que se quedó allí, mirándolo, paralizada. Agarrando tan fuerte a su bebé que se le durmieron los brazos.

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Bobby estaba ladrando como loco. Sin duda algo pasaba en la cueva. Marcó con su huella dactilar en el panel principal la incidencia “salida de la nave por posible intruso”. Era una salida rutinaria, sería una rata o como quiera que se llamasen “ahora” esos bichos, pero cogió un arma como prevención.
Pero no era una rata. Allí abajo se encontró a un ser envuelto en sucias y harapientas pieles, que sujetaba fuertemente un pequeño bulto. Parecía una mujer. Temblaba, visiblemente asustada.
Se acercó con precaución hasta que estuvo lo bastante cerca de ella para ver el extraño rostro de cejas prominentes. El pequeño bulto era un niño. Tenía los ojos cerrados y un color enfermizo. Acercó la mano con movimientos deliberadamente exagerados y tocó al niño; tenía fiebre.
-Doctor Jhonson, no podemos seguir haciendo esto-. La voz de Phil sonaba alterada, detrás de él. -No debemos intervenir, es muy peligroso cambiar cosas-.
-Basta ya Phil- interrumpió el doctor severamente. –Ya hemos hablado de esto demasiadas veces. Los neanderthales se extinguirán igualmente, no vamos a cambiar nada. Soy médico y mi deber es curar. Vamos, ayúdame – exigió el doctor mientras agarraba suavemente a la mujer del brazo para conducirla al interior de la nave.